Quizás los ciento tres aficionados australianos que aún permanecen aquí para ver el Mundial en vivo y en directo (de los que quedaron, uno se tuvo que volver antes porque tenía que entregar un trabajo en la facultad; en el hemisferio sur estamos en invierno) se encuentren aún festejando la clasificación de los Socceroos para octavos de final. Está bien, tienen que estar contentos. Esto no pasa todos los días.
Pero también deben de estar contentos en la Federación de Fútbol de Australia. Y no deberían. Porque su títere inglés, John Whiscoigne, no ha conseguido el milagro. A menos que el pirata tenga contactos con las fuerzas del más allá, no se le puede adjudicar ningún mérito en esta hazaña. Y no me vengan con eso de que así es el fútbol. Me niego a creerlo. Sólo la brujería pudo provocar el empate entre coreanos y serbios, y sólo una maldición impidió a Holanda agujerear el arco del impresentable Peter Garrett. Por cierto, esa calva le queda horrible al arquero, debería probar con una boina.
A lo que voy: ahora llegó el turno de la verdad. Ahora volveremos a ver las cosas como son, de vuelta en negro. Porque nos toca jugar contra Brasil, y ahí no habrá macumbas que nos salven. El impostor será desenmascarado y veremos al emperador británico desnudo. Como siempre lo estuvo.
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